Un conflicto femenino típico es la división entre el deseo y el ideal. Es una idea freudiana, que el ideal reprime y, así, surge la división entre el hombre y el “candidato”. Un buen “candidato”, sin duda, cumple con el ideal, pero no erotiza. Sostiene el narcisismo, pero no hace pareja.
Por Luciano Lutereau
Un conflicto femenino típico es la división entre el deseo y el ideal. Es una idea freudiana, que el ideal reprime y, así, surge la división entre el hombre y el “candidato”. Un buen “candidato”, sin duda, cumple con el ideal, pero no erotiza. Sostiene el narcisismo, pero no hace pareja. Por lo general, todos los rasgos del candidato no dicen nada de su condición como compañero.
En el varón, hay un conflicto semejante, entre la mujer para casarse y aquélla para el deseo. No es un conflicto neurótico, sino el conflicto fundante del sujeto: deseo o narcisismo. La neurosis ya es un conflicto con el deseo. Hoy en día, poco frecuente. Por lo general, por efecto de la angustia de castración, los varones sacrificaban el deseo más fácilmente. En estos días, son las mujeres. La mujer narcisista de nuestro tiempo vive el guión de película en que la esposa de un empresario termina acostándose con el jardinero o, al menos, lo fantasea. Ese escenario es una posición masculina en una mujer. Como dice la canción de Sabina: “Suspira y fantasea con que la piropea un albañil”. La histérica reprimía el deseo, la narcisista lo rechaza.
La histeria es cosa del pasado. Ya no se doblan nuestras rodillas ante el deseo. Somos igual de infelices, pero con la aspiración narcisista de “una vida tranquila”. Tenemos la ironía de la denuncia, el derecho al cuerpo exhibido, la pasión por un saber que no es más que información. La histeria femenina está en fuga, y donde se la encuentra es bajo máscaras obsesivas (compulsiones que, cuando no se cumplen, angustian), paranoicas (en versiones del otro malvado) y/o perversas (con la crítica despiadada y sin afecto). En busca del síntoma perdido, a veces se necesita un largo recorrido de análisis para que una de estas identificaciones caiga. El horror al desvalimiento amoroso, a la dependencia del otro, pone en un primer plano la principal dificultad para el tratamiento: la desconfianza. Si la histérica se declaraba “seducida y abandonada”, la mujer de nuestro tiempo goza del recelo de quienes la ven de afuera, miran pero no tocan.
(Ya no) me sorprende que, cada vez más, mujeres sostengan una relación a expensas del deseo. No es que prescindan de un deseo propio, que no existe, sino de un deseo en la pareja. Eso no quiere decir que esos lazos no impliquen el amor; a veces son relaciones en las que se ama muchísimo, pero sin erotismo propiamente dicho. La histeria, una especie de otro tiempo, no se bancaba algo así, al punto de que cuando el deseo faltaba, lo suponía (por ejemplo, con los celos); hasta el amor podía sacrificar la histeria, pero no el deseo. Si no hay deseo, que no haya nada, mientras que muchas mujeres de nuestro tiempo ya no se interesan por eso. La histérica, incluso, hasta podía despreciar a quien la amase, pero no diera cuenta de un deseo: lo demuestra el horror que siente ante la predisposición del amado, de la que prefiere desconfiar si acaso es verdad, como una forma de mantener un enigma. La mujer narcisista de nuestro tiempo se incomoda con el enigma del deseo, prefiere el amor cautivo, la comodidad de no sufrir por amor. Es tiempo de hacer un elogio de la histeria.
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