Junto a la dimensión tradicional de la sexualidad, ligada esencialmente al placer, incluimos aquí aquella otra, la que calificamos de traumática. Ambas dimensiones, la placentera y la traumática, coexisten en cada persona. Crédito: Gentileza
Por Ignacio Neffen (*) Psicoanalista, docente y escritor.
A la hora de describir la época muchos pensadores acuerdan en señalar que el empuje a la satisfacción es un rasgo de la misma y, consecuentemente, el horror al dolor y la tristeza. Ambos rasgos son solidarios entre sí, como las dos caras de una misma moneda. Es en este contexto social que la sexualidad se impone como un objeto privilegiado en el mercado, hecho fácilmente constatable en la proliferación de su oferta en todas las combinaciones y variantes posibles. Asimismo, las campañas de marketing nos invitan a trabajar en pos de conquistar una "vida sexual plena y satisfactoria". Sin embargo, a diferencia de la época victoriana en la cual la sexualidad se caracterizó por una fuerte moral represiva -en ese entonces dos enamorados podían mantener durante años un intercambio epistolar sin contacto físico alguno-, la legitimación y el acceso a la satisfacción sexual no ha resuelto el problema entre el ser hablante y la sexualidad que lo habita.
En efecto, solo es necesario realizar un breve ejercicio introspectivo para notar que es un campo donde existe una diversidad notable de síntomas, malestares y desencuentros. En otros términos, no ha encontrado un mejor desenlace en la represión o en su libre satisfacción. Lo que no marcha, antes que atribuirlo a la contingencia y en función de su insistencia, proponemos pensarlo más bien como un efecto de estructura, es decir, ineludible. En los postulados que se desprenden de la teoría psicoanalítica pueden hallarse argumentos que explican el carácter sintomático de la sexualidad. En la existencia todo sujeto se confronta con al menos dos problemas fundamentales que superan la capacidad de elaboración del psiquismo, a saber, la sexualidad y la muerte. En otras palabras, no pueden simbolizarse del todo, lo cual adiciona allí un efecto traumático.
A diferencia de la muerte del semejante, Sigmund Freud explicaba en su tiempo que no existe representación en el inconsciente de la propia muerte, y por ende deviene así un límite y un agujero en la simbolización. Del mismo modo, en la sexualidad también se constata un resto que resiste a la simbolización. No aludimos aquí a los síntomas típicos según se ocupan los médicos especializados en sexología y psicólogos respectivamente -sea la impotencia, la eyaculación precoz, la anorgasmia o la falta de deseo sexual-, sino a implicaciones en esencia más sutiles.
Tomemos en cuenta, por ejemplo, aquel niño pequeño que se queja frente a sus padres ante una primera erección de su miembro que lo sorprende, constatando allí una parte de su propio cuerpo que se vuelve ajena, cuando no responde enteramente a la voluntad de su portador. En otro caso, aquel efecto de perplejidad que en ocasiones acompaña la primera vivencia de un sujeto que traspasa el umbral del orgasmo, experimentando en su cuerpo pequeñas contracciones musculares que lo desorientan. En resumen, se trata de las dificultades que experimentamos a la hora de significar, según sea el caso, tales acontecimientos que tocan el cuerpo, el deseo y el amor.
La pubertad es también un momento específico del desarrollo humano donde la sexualidad revela su dimensión traumática. En tanto proceso predeterminado biológicamente, lo quiera o no, todo sujeto asiste a los cambios que irrumpen en su cuerpo cual testigo impotente. Por ello muchos autores opinan que la adolescencia no es sino el tiempo lógico que se requiere para elaborar los cambios que precipita la pubertad. Cambios que no se reducen meramente a la imagen del cuerpo o al completamiento funcional de estructuras biológicas -tal como la capacidad de reproducción-, sino que impactan en los arreglos subjetivos que cada cual ha forjado hasta ese momento y en los cuales se sostiene no solo a nivel de la identidad.
En su seminario, el psicoanalista francés Jacques Lacan afirmaba que la pregunta sobre la muerte y el nacimiento son dos preguntas últimas que carecen de solución, que escapan a la trama simbólica, más allá de los recursos que ofrezca cada cultura y época. Señala también que la procreación, el hecho de que un ser nazca de otro ser, es imposible de ser representada cabalmente en el psiquismo. Por supuesto, desde un punto de vista biológico, hay razones muy precisas que explican y dan cuenta del proceso de concepción y gestación, pero aquí nos referimos a la capacidad de un sujeto de aprehender y asimilar el hecho de la procreación en su economía intrapsíquica.
Ya en el contexto específico de la práctica clínica, tampoco es casual que algunas coyunturas de desencadenamiento de las psicosis se vinculen al campo de la sexualidad. Si entendemos las crisis o descompensaciones en las psicosis como la irrupción de un elemento en la vida de un sujeto que no puede ser simbolizado o integrado en dicho orden, entonces puede tratarse de una primera relación sexual, también la noticia de un embarazo o el momento del nacimiento de un hijo, otras veces un estado de fascinación amorosa. En uno u otro caso el sistema simbólico -la capacidad de representación y elaboración- es exigido a la hora de significar y dotar de sentido dichos acontecimientos.
De los argumentos que anteceden no se deduce en modo alguno que todo sujeto esté conminado a llevar, como un destino inexorable, un lazo sufriente con su propia sexualidad. Junto a la dimensión tradicional de la sexualidad, ligada esencialmente al placer, incluimos aquí aquella otra que calificamos de traumática. Lo traumático es que no siempre nos alcanzan las palabras para recubrir tales experiencias y los síntomas constituyen entonces una respuesta, una forma primaria de tratamiento del malestar. Ambas dimensiones, la placentera y la traumática, coexisten en cada quien y se reactualizan en las vicisitudes del deseo y del amor, especialmente en las relaciones con los otros y con el propio cuerpo.
Ante la impotencia de lo simbólico y la cultura para dar respuestas, es tarea de todo sujeto inventar las propias. Eso nos abre a la intelección de las infinitas formas de habitar la sexualidad y de los arreglos que, para mal o para bien, cada cual pudo construir allí como suplencia ante el límite de las palabras. Más allá de cómo funcionen dichos arreglos, siempre persistirá un resto, algo que no marcha, es decir, síntomas.
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