10 – Esplendor, misterio y ocaso del edificio Plaza Ritz
Escena de la película "Llámame Francisco", del italiano Danielle Luchetti (2015). Los actores José Luis Arias (Borges) y Rodrigo de la Serna (Bergoglio) recrean el episodio aquí narrado, ocurrido en el Hotel Ritz de Santa Fe en 1965. Crédito: Gentileza
Quienes vivimos cazando historias sabemos que a veces son ellas quienes vienen por nosotros, ellas las que nos calibran en su mira hasta el momento del disparo. Y son pacientes. El tiempo es su cómplice, no las conmina el cierre de una edición o la urgencia del olvido.
Supe de esta historia por el relato al teléfono de un hombre que no conozco, y al escucharla entendí que era esto lo que el edificio Ritz quería decirme, quizás desde que decidí involucrarme en su desventura o quizás desde antes, por haber nacido justo cuando sucedía. Como sea, debo contarla.
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Por magia o por destino, fue el filo del acero, que tanto habitaba su prosa, el puente inverosímil y eterno que terminó (o acaso comenzó) uniendo al escritor y al cura del fin del mundo; dos hombres signados por la historia universal de estos tiempos.
Aquí no hubo entrevero como con Muraña, ni duelo como con los hermanos Iberra, tampoco un acero con vida propia como en "El Puñal". Sólo admiración y algo de ternura. Quizás algo de ternura.
La historia que les traigo no aconteció en el arrabal porteño, ni en la pampa gaucha, menos aún en algún evocado almacén de Adrogué de comienzo del siglo pasado. Ocurrió en la habitación presuntuosa de un gran hotel de una ciudad que hoy no lo merece y por ende lo tiene olvidado.
Pero como en "La Biblioteca de Babel", misteriosamente las paredes, el espejo y la navaja aun guardan la memoria de aquel encuentro y lo gritan, al oído de quien quiere escuchar.
Sólo Borges, ni su madre, ni su entorno, ni sus acólitos seguidores; ni siquiera los médicos consultados lo aseveraban, sólo él. La ceguera avanzaba de manera indefectible. Como buen artesano, eligió su arcilla para comunicarlo. En "El hacedor" se lo hizo decir a Héctor: "Ya no veré (sintió) ni el cielo lleno de pavor mitológico, ni esta cara que los años transformarán".
Tiempo después declararía valiéndose de esa ironía tan aguda como cruel que lo definía, que su aflicción no era la ceguera sino su destino de longevidad que le fuera vaticinado tanto por adivinadores como por el rasgo familiar.
En aquel año1965 Borges tenía 66 años recién cumplidos y algunas certezas: la ceguera, la longevidad y la soledad. Aunque declaraba otra: nunca recibiría el Nobel de Literatura. Todas y cada una abrevaban en la infamia.
A duras penas, todavía descifraba el verde y el azul. Imagino que por este enredo de frustraciones, se había propuesto meter paisajes por sus retinas, a sabiendas que de aquí en más debería escribir a oscuras. Por muchos años y en soledad.
Por esto, acaso, aceptó el convite de la voz en el teléfono que dijo ser maestrillo jesuita del Colegio de la Inmaculada Concepción. Estela colonial de una ciudad culta del interior del país. Argentina, el país que le venía resultando entrañablemente indescifrable. Santa Fe de la Vera Cruz, la ciudad de la charla.
Compensando el fatigoso viaje de siete horas en micro exigió, con hosquedad pero sin petulancia, alojarse en el mejor hotel. Fue entonces que las historias se entrelazan. Borges, Jorge Mario Bergoglio y el Hotel Ritz se conocieron unos a otros el mismo día. Jueves 26 de agosto de 1965.
Jorge Bergoglio, ya como papa Francisco, muestra sonriente una foto suya, de joven, retratado junto al escritor Jorge Luis Borges. Foto: Gentileza
El viernes 27, a las nueve y media, según lo pactado, el maestrillo de Literatura al que el destino le tenía reservada una sorpresa, ingresó al Hotel Ritz, saludó al conserje, al botones y a dos ocasionales pasajeros y subió por el ascensor al tercer piso.
Ya frente a la puerta de la habitación 321, escuchó el grito y tras cartón el insulto. Por eso entró sin golpear. Frente al espejo del tocador de roble californiano, el viejo escritor, navaja en mano, pugnaba por limpiar su rostro cubierto de espuma blanca y salpicada de estallidos rojos que comenzaron a multiplicarse.
Hasta acá doy fe, el resto, pura imaginación o intromisión, en el más acertado de los casos. El joven jesuita, aún no sacerdote, se ofreció a liberarlo de su pesar. Borges asintió y encarnando a su personaje de la "Esquina Rosada", en la habitación del Ritz, como en el "Salón de Julia" se puso a merced de un hombre joven que ingresó a su vida de prepo.
"Rosendo Juárez" frente al "Corralero"; debió haber supuesto que la contingencia lo ponía en ese lugar y en ese momento y por algo era, para qué contradecir al destino. El hombre joven blandió la hoja de acero. Y el viejo escritor se entregó a su suerte.
Más, cuando Bergoglio apoyó la mano en su rostro, entendió ante quien estaba. Como en "El Aleph", vio por un instante a ese muchacho, ya hombre mayor, vestido de sotana y luego con el purpurato. Lo vio consagrando a pobres y a poderosos, y caminando suburbios de una Buenos Aires desconocida. Lo vio valija en mano subiendo a un vuelo de ida a Roma; y en el balcón de las bendiciones en medio de una plaza que le costó reconocer. Y hasta lo vio de regreso…
Ay del sino de los artistas tener que lidiar con realidades paralelas. Ay del artista que se piense creador.
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