Por Luciano Lutereau (*)
Una mujer que leyó algunos de mis libros, en cierta ocasión, me dice: “Yo sé que los tipos son refractarios al amor, que se ponen boludos y esas cosas, pero ¡me importa un carajo! Yo hubiera querido que él no fuera apenas un hombre, uno más, pero él eligió ser ese cliché vulgar de niño fóbico. ¿Para qué quisiera un hombre una mujer si no es para cortar con toda esa mierda?”.
En efecto, tiene toda la razón del mundo. ¿Para qué quisiera un varón el encuentro con una mujer si no es para trascender ciertos estereotipos? Sin duda la masculinidad es una defensa conformista. La masculinidad es la forma que tiene el varón de compensar la pasividad respecto de otros hombres; en particular, respecto del padre. Por eso suele ocurrir que las demostraciones masculinas parezcan patéticas para las mujeres...
Asimismo, también hay varones que no son estrictamente masculinos, sin que eso los vuelva “afeminados”. ¡La realidad no es binaria! En todo caso, lo interesante es que el desarrollo masculino no lleva hacia la mujer; por cierto, nunca llega muy lejos el tipo que busca impresionar o llamar la atención. Para eso hace falta el tropiezo, el chiste, en fin, el inconsciente.
Es notable cómo sufren muchos varones que desean a una mujer y, sin embargo, no pueden acercarse. Es un motivo de consulta recurrente. No se trata de una inhibición, sino del conflicto de impotencia que implica el deseo para el varón. Conflicto que sólo se trasciende con el fallido, el fracaso virtuoso, el malentendido, el humor. Por eso Jacques Lacan decía que la equivocación es el amor. Seguro todos conocemos aquellas historias de parejas que comienzan cuando todo sale mal.
El varón es un ser de deseo, hasta que se enamora. Qué mal que la pasa el varón enamorado, su masculinidad no lo prepara para eso: sí para demostrar su potencia, correr riesgos, ponerse a prueba; pero el amor, el amor lo deja desvalido: cuando ama su conflicto fundamental, “la posibilidad de no poder” (como también dice Lacan en el seminario “La angustia”), se convierte en el sentimiento más penoso: no ser amado.
“De impotente a no amado” es la regresión infantil que vive el varón cuando se enamora, pero así no puede amar. De este modo, la mujer que impotentiza se transforma en la madre que desprecia. Se lo puede llamar “inseguridad”, pero en realidad se llama “regresión”. Mientras que el amor es progrediente en las mujeres, va hacia adelante y feminiza, en el varón primero infantiliza y obliga a tener que resolver un conflicto diferente al de la masculinidad.
A veces se dice que el amor feminiza al varón, pero esto no es cierto; sería creer que masculino y femenino es una oposición binaria. El amor, en cambio, es la oportunidad para que un varón deconstruya su masculinidad, advierta su carácter artificial e impostado, su torpeza intrínseca. Y así poder amar, por primera vez, sin demostraciones inútiles.
(*) Doctor en Filosofía y Magíster en Psicoanálisis (UBA). Docente e investigador de la misma Universidad. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante” y “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina”.
El varón es un ser de deseo, hasta que se enamora. Qué mal que la pasa el varón enamorado, su masculinidad no lo prepara para eso: sí para demostrar su potencia, correr riesgos, ponerse a prueba.
Cuando ama su conflicto fundamental, “la posibilidad de no poder” (como también dice Lacan en el seminario “La angustia”), se convierte en el sentimiento más penoso: no ser amado.
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