Luciano Lutereau (*)
Hasta hace algunos años era un hábito que el debut sexual del varón fuera con una prostituta. Quizá este hábito sea frecuente aún hoy, aunque ya no se lo reconoce de manera pública. Era corriente que fuera el padre, o un sustituto suyo (tío, primo, amigos, etc.), quien condujera al varón al lugar de la cita.
Es el padre quien transmite la hombría, es él quien se queda del otro lado de la puerta y entrega al joven con la mujer. Desde el punto de vista del psicoanálisis, la interpretación es evidente: si el padre lleva con la prostituta, es porque él no es la prostituta; dicho de otro modo, es porque en el inconsciente la función sexualizante le cabe a él, y la sexualidad artificial con la mujer (que muchos varones narran como “incómoda” en ese primer encuentro) vela el erotismo en la relación con el padre.
Para consolidar su masculinidad, todo varón debe atravesar un conflicto en relación a la pasividad respecto de otro hombre. Los jóvenes, por ejemplo, padecen esta cuestión cuando se insultan con términos “feminizantes”: el que no se atreve a realizar determinada cuestión, no pertenece al universo de los varones.
En este punto, la dimensión del riesgo está siempre presente en el ingreso al mundo masculino. ¿Cuántas estupideces realizan los jóvenes por demostrar que “se animan”? En última instancia, en estos casos se trata de la compensación de la posición pasiva.
El varón huye de la pasividad. Sin embargo, este esfuerzo de huida puede llevar a una sobreactuación de la impostura masculina. Es una salida artificiosa o, mejor dicho, es el punto en que la masculinidad demuestra su mayor artificio: poder confundirse con apenas una pose o una armadura. En muchos casos de jóvenes que se analizan en nuestro tiempo puede advertirse que apenas se trata de una “cáscara vacía”, juegan a “ser hombres” en lugar de actuar como tales.
En este punto cabe hacer una distinción: la masculinidad no es idéntica a la virilidad. Esta última denota los aspectos en que aquella debe ser necesariamente pasiva. Por ejemplo, viril no es el varón que despliega sus destrezas para impresionar a una mujer, sino aquél que, por ejemplo, puede contenerla sin ponerse ansioso ni culpabilizarla por aquello que la aqueja. La virilidad implica una actitud receptiva que, a primera vista, parece ajena a la masculinidad.
Ahora bien, la virilidad no se adquiere sino a partir de la transmisión de otro hombre. Con este último es que puede vivirse la posición pasiva que, en un segundo momento, podrá proyectarse en otra persona para suscitar la empatía correspondiente. Freud ubicaba que un mecanismo psíquico temprano es la reproducción activa de lo vivido pasivamente: en esta coyuntura se comprueba su eficacia, cuando la asunción de la propia pasividad es condición para el ejercicio de una actividad posible.
Asimismo, esta cuestión es especialmente significante para ubicar cómo en muchos varones contemporáneos hay una sobrecompensación de la actividad a expensas de la parte pasiva: varones inseguros de sí mismos que, por ejemplo, en el inconsciente todavía permanecen en una posición infantil respecto de su padre; que pueden ser grandes seductores, pero en quienes la sobrexcitación es una defensa respecto de la ternura que puede generar el encuentro con una mujer; grandes deseantes que no pueden querer a nadie, porque el deseo sólo pide ser reconocido, pero no tiene mucho para dar.
(*) Doctor en Filosofía (UBA) y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante”, “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina” y “Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres”.
Para consolidar su masculinidad, todo varón debe atravesar un conflicto en relación a la pasividad respecto de otro hombre. Los jóvenes, por ejemplo, padecen esta cuestión cuando se insultan con términos “feminizantes”: el que no se atreve a realizar determinada cuestión, no pertenece al universo de los varones.
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