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Domingo 10.09.2017 - Última actualización - 08.03.2018 - 13:21
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Espacio para el psicoanálisis (por Luciano Lutereau)

Desafíos de la masculinidad

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Espacio para el psicoanálisis (por Luciano Lutereau) Desafíos de la masculinidad

Por Luciano Lutereau (*)

 

La masculinidad no es un dato de partida. No se nace hombre, sino que la “hombría” precisa de actos específicos; y en toda cultura se encuentran ritos que delimitan el momento en que un varón puede ser considerado como tal. Desde el punto de vista del psicoanálisis, la masculinidad implica el atravesamiento de conflictos puntuales. A esta cuestión, se refirió Freud en un artículo titulado “Introducción del narcisismo”. En este texto, Freud plantea que la pubertad implica un acrecentamiento de energía sexual en el varón que requiere ser elaborada para no enfermar. Este aspecto es fundamental: la libido no tramitada psíquicamente es patógena, como lo demuestran ciertas afecciones propias de la juventud que hoy en día se diagnostican como “ataques de pánico”, pero en realidad son síntomas hipocondríacos.

 

La energía que permanece en el yo no sólo se expresa a través de la hipocondría, sino también a través de actitudes melancólicas. He aquí algo típico de la adolescencia, su inclinación hacia lo “dark” (lo “emo”, etc.). ¡Los niños no son dark ni gustan de vestirse de negro ni de dejar de bañarse! En tanto, los adolescentes hacen gala de su melancolía como un modo de denunciar la incomprensión del mundo de los adultos... hasta que un día se enamoran. Ese día vuelven a bañarse.

 

El amor, un primer desafío

 

Porque el amor es una de las formas de conducir al mundo esa libido yoica que puede llegar a ser enfermante. Qué notable la lección freudiana: no es que se enferma porque no se ama, sino que ¡se ama para no enfermar! Ahora bien, el enamoramiento implica para el varón un doble desafío: por un lado, le impone la “idealización” (con el consiguiente empobrecimiento del yo, en la medida en que todo lo bueno está en el otro) y, por otro lado, la posición de un deseo posesivo. En este punto, amar es desear tener al otro, con las consecuencias más o menos estrepitosas que esta situación establece para los jóvenes: suelen ponerse celosos, prohíben a sus novias ponerse tal o cual ropa (o salir con sus amigos, visitar a la familia, etc.), en definitiva, el deseo celoso del joven ¡es un verdadero conflicto masculino!

 

Ahora bien, ¿cómo resolver este primer desafío? Porque si desear es poseer, confronta con la angustia (de castración) de perder al otro. Se vive con el miedo a que el otro se vaya y, en ese punto, más se lo quiere poseer. En última instancia, ¿cómo se tiene a una mujer? Quizá no haya otra respuesta para estos celos que la de afirmar que sólo se la puede tener como pérdida. Se tiene una mujer en la medida en que se acepta que no se la puede poseer, es decir, en cuanto se reconoce que siempre somos un poquito “cornudos” (porque incluso ella puede sernos infiel consigo misma, cuando es otra para sí misma, a veces sin saberlo). Los varones obsesionados con el goce femenino, y nuestra época da gala de ellos, son los que menos soportan dejar a las mujeres tranquilas.

 

El segundo desafío, la potencia

 

Por otro lado, hay un segundo desafío constitutivo de la masculinidad. Esta vez en relación con la potencia, ya que se basa en reconocer que “hombre” es el que queda confrontado con la posibilidad de su impotencia. Dicho de otra manera, el varón es el que tiene que demostrar su potencia, pero este acto produce como efecto el conflicto con la posibilidad de no llegar a ser potente. Este conflicto se expresa en otro síntoma psíquico: si para el conflicto anterior se trataba de los celos, para éste se trata de la vergüenza. Porque avanzar en la vía de la potencia avergüenza, como lo demuestra el varón que tiene que acercarse a hablar con la chica que le gusta, o bien el que tiene que ocupar por primera vez un lugar ante la mirada pública como varón, etc.

 

En última instancia, el varón sufre la impotencia como posibilidad, y quizá no haya otra salida para este conflicto que el de subjetivar esa impotencia, es decir, admitir que ésta es condición de la potencia. Dicho de otro modo, que la vergüenza es un indicador del deseo, de que sólo impotentiza aquello que interesa, aquellas situaciones en las que se nos juega algo. Y no se trata de actuar una valentía impostada o un arrojo temerario, sino advertir la cobardía constitutiva del hombre.

 

Ni posesivos ni héroes, celosos y vergonzosos, los varones necesitan transitar conflictos específicos en el camino de la masculinización.

 

(*) Doctor en Filosofía (UBA) y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante”, “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina” y “Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres”.

 

Quizá no haya otra respuesta para estos celos que la de afirmar que sólo se la puede tener como pérdida. Se tiene una mujer en la medida en que se acepta que no se la puede poseer, es decir, en cuanto se reconoce que siempre somos un poquito “cornudos”.

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