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Lunes 06.07.2020 - Última actualización - 17:13
16:52

Recuerdos en una pequeña valija de viaje

Binner en Medio Oriente

La primicia de la caja de cartón. Una señal de truco en el VIP del aeropuerto de Dubai. Un par de botellas de champaña en la Embajada Argentina en Kuwait. Sin lisos en Abu Dhabi. El aire misterioso del mar que rodea al Burj Al Arab. 

 Crédito: Archivo El Litoral
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Recuerdos en una pequeña valija de viaje Binner en Medio Oriente La primicia de la caja de cartón. Una señal de truco en el VIP del aeropuerto de Dubai. Un par de botellas de champaña en la Embajada Argentina en Kuwait. Sin lisos en Abu Dhabi. El aire misterioso del mar que rodea al Burj Al Arab.  La primicia de la caja de cartón. Una señal de truco en el VIP del aeropuerto de Dubai. Un par de botellas de champaña en la Embajada Argentina en Kuwait. Sin lisos en Abu Dhabi. El aire misterioso del mar que rodea al Burj Al Arab. 

A Hermes Binner lo acompañó una comitiva de unos pocos funcionarios a Kuwait y Emiratos Árabes Unidos, en busca de financiación para los grandes acueductos, cuya construcción luego se inició gracias esas gestiones (y a las que antes hiciera el justicialismo en la Casa Gris). Las buenas relaciones santafesinas con el Fondo Kuwaití y el Fondo Árabe comenzaron luego de la participación argentina en la Guerra del Golfo, durante la gestión del también peronista Carlos Menem.


Binner voló en 2010 con el entonces ministro de Economía Ángel Sciara (parecía un Lawrence de Arabia en aquellas latitudes), con quien luego lo sucedió en esa cartera, Gonzalo Saglione, que por su capacidad ya era clave para las gestiones del Frente Progresista y con el ministro de la Producción, Juan José Bertero.


Para mostrar que en Santa Fe había políticas de Estado y convivencia institucional “en la alternancia” los acompañó el senador por General López, Ricardo Spinozzi, que era el presidente del Partido Justicialista de la Provincia y el jefe del bloque de la oposición mayoritaria en el Senado, que le trabó a Binner los únicos intentos por una reforma fiscal progresista en la historia reciente.


El reutemannista demostró ser un profundo observador, y por lo tanto un gran fotógrafo. Todos ignoraban que tiempo después se pasaría, incluso antes que su jefe, al Pro.


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En alguna medida, el joven senador opositor y los dos periodistas invitados (uno de El Litoral) eran extraños al grupo gubernamental, tanto como dos empresarios rosarinos que -como miembros de la comunidad que desciende de sirios libaneses- fueron el mayor acierto del viaje: con su sola presencia provocaban la inmediata afinidad de los locales y eran recibidos hasta con demostraciones de afecto inesperadas incluso por autoridades y miembros de la realeza de aquellos reinos tan ricos donde es difícil distinguir lo público y lo de las familias gobernantes. 


Ambos empresarios eran, en la sociabilidad de los palacios y los gestos de cortesía de los nobles (hubo hasta una “Una noche en el palacio del Sheikh”) el complemento perfecto del parco gobernador descendiente de suizos. Eran su perfecto opuesto en la desmesura del vestir en calidades -y precios- de trajes y zapatos. El viaje llevaba un par de días de actividades oficiales cuando los dos no dudaron en regalarle al gobernador unas hermosas corbatas -para la ocasión, claro-, que mejoraron notablemente el austero vestuario oficial.


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Era el mes del Mundial y los brasileros habían descubierto que con una escala en Dubai se llegaba más barato a Sudáfrica. El par de periodistas se había hecho a la idea de una amansadora en ese aeropuerto en medio de camisetas amarillas y fantaseaba con ver con alguna garota bella probándose turbantes. Sin embargo, los dos pudieron disfrutar de las comodidades de la sala VIP, (doblemente sabrosas cuanto impagas). Fue gracias a los buenos oficios del entonces gobernador que -con una seña aprendida en partidos de truco que todos entendieron- los hizo pasar por “very important people”. El par se coló junto al mandatario provincial como si hubieran pasado por esa situación toda su vida.


Un rato después, vieron en medias al titular del Poder Ejecutivo Provincial que, como los demás pasajeros, cumplió con los rigores de la seguridad y el check in. A Binner no le gustaba usar su pasaporte rojo, que tienen los jefes de Estado, que lo hubiera eximido de esos controles. 


No fue la primera sorpresa: el socialista viajaba con una pequeña valija, de las que pueden ir al lado del asiento del avión. Nada más. Por eso en cada transbordo debía esperar a que los demás recuperasen las suyas de la cinta en el check out que sólo cabían en la bodega.

 


Cuando la delegación emprendía el regreso, con Argentina ya eliminada del Mundial, pero con la chance de los préstamos para las obras sanitarias más cercana, el cronista de El Litoral vio que Binner llevaba un carrito de aeropuerto y que la valijita tenía ahora una compañera: una enorme caja de cartón cerrada con cinta de embalar. Con doble intención -que ahora se confiesa- el cronista se ofreció a empujar el carro y ambos quedaron calculadamente unos pasos más atrás. Pasó lo que el cagatintas quería: un hombre armado de uniforme los apartó, les dijo algo en árabe, y luego en inglés, que Binner tampoco comprendió. Exigía abrir la caja. El escriba chapuceó con impostados aires británicos algo que al vigilante aeroportuario de mirada rígida no le importó y se permitió sugerir lo que intuía que no iba a ocurrir: “gobernador, saque su pasaporte especial...”. Un rato después, el periodista había perdido toda esperanza de primicia: sobre el piso se acumulaban libros de arquitectura para Silvana Codina, segunda esposa del mandatario (de la que años más tarde también se separó). Ni una compra fuera de lugar.


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Fuera de la caja de cartón, y de la pequeña valija quedaban recuerdos de un viaje a la escandalosa riqueza que produjo el petróleo, junto a un dirigente político que naturalmente transmitía lo contrario.


En una oportunidad, en medio de un agasajo muy lujoso en Kuwait City (y todavía faltaban Dubai y Abu Dabi) le comentó a El Litoral: “Qué rápido se acostumbra uno a ésto”, así, sin signos de admiración. Era más la advertencia del peligro de ser atrapado por las banalidades del consumo de lo excelso que una manifestación de goce, que sin dudas lo había. De todas formas, la felicidad de los santafesinos no era perfecta: los manjares kuwaitíes -cortesía de ese Estado- se servían con jugos, gaseosas o aguas importadas de Francia. Sí, de esa marca que sabe igual que la de la canilla, pero cuesta 50 euros la botellita. Sólo se podía beber una lata de cerveza en el avión. Sobre suelo kuwaití se vendía sólo alcohol en gel.


En la Embajada argentina (de un edificio modesto para ese contexto) se abrió -todo un gesto- un par de botellas de champaña entradas por valija diplomática (a salvo de las autoridades locales) que se disfrutaron de a sorbos. Fue un precioso oasis en medio de un desierto de cócteles abstemios que ya llevaba casi una semana.


En Emiratos, en cambio, había permiso para que los occidentales -en lugares cerrados- pudieran quemarse con sus satánicas bebidas. Y así llegaron los santafesinos a un bar dubaití, poco atractivo, una suerte de bodegón que mezclaba pizzas, kebad o hamburguesas crudas con los infaltables pan árabe con hummus o puré de garbanzos, cuando uno de ellos lamentó: “No, gobernador, no sirven cerveza, son hindúes, no nos dimos cuenta”. Binner bramaba -en términos de Binner- y, para fortuna de todos, el error no se repitió.


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En un viaje siempre algo falla. Las actividades oficiales se cumplieron a la perfección (tal como el tiempo y los acueductos se encargaron de demostrar) y también los paseos e invitaciones: desde el palacio real de Abu Dabi a las visitas desde el cielo del Burj Khalifa, pasando por la Mezquita Sheikh Zayed.


Los buenos viajeros se consuelan diciendose que es bueno dejar algo sin ver para tener una excusa y regresar; aunque eso sea solo una ilusión, como hoy se encargan de demostrar la vida y la muerte. Alguien equivocó las listas y previó sólo reservas para el gobernador, el senador y los ministros para ver el Burj Al Arab, el edificio de la vela en el mar arábigo. Binner no aceptó que los demás quedaran afuera y se cambió el programa para todos.


Con el paso de los días, los santafesinos confirmaron o descubrieron que la hospitalidad que habían recibido (sobre todo la disponibilidad de limusinas en la puerta de los hoteles) además de las costumbres árabes, tenía directa relación con la seguridad. El Golfo Árabe y sus enclaves urbanos de riqueza y poder ofrecen lo más bello, sin más restricciones aparentes que las de contar con el dinero suficiente. Pero tal como ocurre con los rostros femeninos a medias cubiertos con la shayla musulmana (que logra que casi todas las mujeres tengan una entrenada mirada atractiva) hay mucho oculto, velado. Casi no se ven los dos tercios de la población que ha llegado de otros países musulmanes donde todo es peor y por nada dejaría ese lugar, aunque sea explotada salvajemente porque los patrones se quedan con sus pasaportes y todo lo pueden con la amenaza de la expulsión. Sobre ellos preguntaba Binner a los guías y traductores que contaban con algún manejo del castellano.

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