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Miércoles 13.09.2017 - Última actualización - 8:03
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Martín Caparrós

"La Argentina se volvió un país reaccionario"

El periodista y escritor brindó este martes la conferencia inaugural de la XXIV Feria del Libro de Santa Fe, en la Estación Belgrano.

“Es obvio que la Argentina no cumplió con su promesa y se arruinó hasta un grado que nadie supo imaginar. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros”, sostuvo el autor. Crédito: Pablo Aguirre“Es obvio que la Argentina no cumplió con su promesa y se arruinó hasta un grado que nadie supo imaginar. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros”, sostuvo el autor.
Crédito: Pablo Aguirre

“Es obvio que la Argentina no cumplió con su promesa y se arruinó hasta un grado que nadie supo imaginar. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros”, sostuvo el autor. Crédito: Pablo Aguirre

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Martín Caparrós "La Argentina se volvió un país reaccionario" El periodista y escritor brindó este martes la conferencia inaugural de la XXIV Feria del Libro de Santa Fe, en la Estación Belgrano.   El periodista y escritor brindó este martes la conferencia inaugural de la XXIV Feria del Libro de Santa Fe, en la Estación Belgrano.

 

 

 

Natalia Pandolfo

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Con un acto oficial que fue presidido por el gobernador Miguel Lifschitz se desarrolló este martes a las 19 la conferencia inaugural de la Feria del Libro, a cargo del escritor y periodista Martín Caparrós.

 

Lifschitz definió al invitado como “un intelectual que pertenece a una estirpe de grandes periodistas y escritores —hemos tenido tantos y tan prestigiosos en la Argentina, desde Sarmiento a Rodolfo Walsh” y valoró “que en este tiempo de grietas, sea uno de los pocos intelectuales que ha podido escaparle. Tiene una mirada inteligente, objetiva, inquisidora y crítica; por lo tanto, todos los lectores que buscamos miradas que nos ayuden a entender las cosas que pasan podemos leerlo con confianza”.

 

Del acto también participó el secretario de Desarrollos Culturales del Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia, Paulo Ricci, quien presentó al disertante: “Martín Caparrós es licenciado en Historia por la Universidad de París, es traductor, es periodista, es cronista, es editorialista y también es novelista. En definitiva, y más allá de todos esos merecidos títulos que le caben pero también le quedan chicos, Caparrós, así, convertido en un apellido que los lectores hispano parlantes reconocen a primera leída, es un narrador”. 

 

“Más de 40 años en el periodismo que le permitieron estar en muchas de las más recordadas redacciones de nuestro país, comenzando por un bautismo en el oficio bajo la tutela de Rodolfo Walsh en el diario Noticias, pero pasando por redacciones como la de la recordada revista El Porteño o el mejor Página/12, y también por las más prestigiosas publicaciones en habla hispana de las últimas dos décadas. Más de una docena de novelas entre las que se destacan obras memorables como “La Historia”, “Valfierno”, “A quien corresponda”, “Los Living” y la más reciente “Echeverría”, muchos más libros de crónicas y ensayos entre los que destacaría “Larga distancia”, los imprescindibles tres tomos de “La Voluntad” escritos junto a Eduardo Anguita, “El interior” y “El hambre”. 

 

 

 

Pensar con palabras

 

 

Caparrós, que actualmente reside en España, contó: “Hace unos 14 años llegué a Santa Fe para empezar un libro que se llama ‘El interior’, que fue un intento de mirar la Argentina, de recorrer esa Argentina que para un porteño es un poco extraña. Fueron miles de kilómetros recorridos, pero empezaron ese domingo a la tarde, aquí en Santa Fe. Después he vuelto otras veces, pero cuando pasaba, justamente, delante de este edificio (por la Estación Belgrano), fue muy fuerte la memoria de ese momento en que me lanzaba a mirar cómo podía contar mi Argentina”.

 

Su conferencia estuvo basada en la lectura de “La culpa es de nuestra generación”, texto escrito a propósito de cumplir sus 60 años y publicado en el New York Times, en mayo pasado.

 

“Empezamos nuestras vidas en un mundo convulsionado, esperanzado: todo debía cambiar, todo estaba cambiando. Cualquier muchacho más o menos decente sabía que aquel orden social era injusto y que había otros que debían remplazarlo; la discusión no era si la sociedad debía cambiar; era cómo, por qué medios, hacia dónde. Se supone que, de formas varias, muchos lo intentamos. Perdimos. Brutalmente perdimos, pero lo intentamos”, sostuvo.

 

“Aquella Argentina estaba llena de infamias. La manejaban generales que golpeaban en cuanto detectaban cualquier amenaza al poder de una burguesía rica que poseía sus enormes campos y sus medianas industrias, que explotaba a obreros y peones, que se alineaba con los imperios contra sus colonias, que controlaba la nación y su Estado para su beneficio. Decidimos, con razones, luchar contra eso. Pero en 1970 uno de cada treinta argentinos estaba ‘bajo la línea de pobreza’ y ahora es uno de cada tres: diez veces más. Y aquella pobreza, solía suponerse, era un estado transitorio hacia una situación mejor, un puesto en una fábrica que permitiera hacerse una casita, mandar a los chicos a la escuela, ganar un poco más, ser mejor explotado, ‘progresar".

 

“El mito de la movilidad social seguía imperando. Era un país con una clase media amplia y más o menos educada, que nos desesperaba: un obstáculo para cualquier intento de cambio revolucionario. Una clase media que se forjaba en la escuela pública pensada como una herramienta para homogeneizar, para implantar ciertas bases comunes; donde aprendíamos todos los que no éramos ni exageradamente ricos ni exageradamente chupacirios ni exageradamente tontos. La diferencia argentina podía sintetizarse en sus escuelas del Estado: si lo privado siempre fue una característica de las sociedades latinoamericanas, Argentina era el país de lo público. Ya no. Hace 50 años solo uno de cada diez chicos iba a la escuela privada; ahora, tres de cada diez. Es otro dato decisivo”. 

 

“No son solo los datos; lo brutal es que la vida de cada día se nos ha vuelto cada día más incómoda, más hecha de encontronazos que de encuentros, más disgustos que gustos, más impaciencia e impotencia que alegrías y satisfacciones. Y conseguimos un raro grado de violencia cotidiana. No en los asaltos, no en las palizas; en las relaciones entre las personas, llenas de malos tratos, de insultos, de odios, de rencores. Parece tonto dicho así, pero en el mundo hay lugares donde las personas en la calle se sonríen, se tratan como si no se detestaran. A nosotros vivir nos parece muy a menudo una batalla. Porque lo convertimos en batalla”, dijo en otro tramo de la charla.

 

“Es obvio que la Argentina no cumplió con su promesa y se arruinó hasta un grado que nadie supo imaginar. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros”.

 

 

País calesita

 

 

“Sin ideas, sin debate, sin futuros, la Argentina, en nuestros años, se volvió un país reaccionario: un país donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para deshacerlos. El gobierno de Alfonsín llegó para deshacer el entramado asesino de la dictadura; el gobierno de Menem, para deshacer el caos económico de la hiperinflación alfonsinista; el gobierno de de la Rúa, para deshacer la corruptela menemista; el gobierno de Kirchner, para deshacer el desastre neoliberal antiestatista menemista-delarruísta; el gobierno de Macri, para deshacer el tinglado corrupto-clientelar del kirchnerismo. Y seguirán las firmas: el gobierno actual ya está haciendo sus méritos. Porque el problema empieza cuando se les acaba la reacción: cuando empiezan a aplicar sus propias recetas preparan, con sus desastres, la reacción siguiente. Un país reaccionario es un país sin proyecto, hecho a manotazos, deshecho a manotazos, un país calesita; el nuestro”.

 

“Alguno me dirá que es fácil hablar desde lejos, que me calle (en su manera más argenta: “Callate, puto, cerrá el orto”); ya me lo han dicho muchas veces. No sé si es fácil o difícil; sé, sí, que la distancia es condición de muchos. Y eso no me consuela. Pero es cierto que muchos dejamos la Argentina en estos años: desde los que salimos en el 76 por el terror hasta los que se fueron en 2002 por el desastre. Muchos aprovechamos que la Argentina es un país reciente —que nuestros padres o abuelos nacieron en otros— para poder decirnos que volvíamos a sus lugares previos. Yo, en todo caso, me fui obligado —a Francia— en el 76, volví entusiasta en el 83, me volví a ir —a España— en 2013. Esta vez fue distinto: nadie me forzó. No sé bien por qué me fui: me dije que el mundo era demasiado grande e interesante como para rechazar la tentación de cambiar ángulos, pero sé que también fue porque estaba cansado. Harto de esa vida de agresión, de choque; harto de un discurso mentiroso que se había apoderado de la discusión, en la que ya había dicho y escrito todo lo que podía decir y escribir; harto, por anticipado, de que la única alternativa a ese discurso falso sería uno en vías de falsificación. Harto de esa conciencia de que no había salida. Tomé la mía, me escapé. Y también me siento responsable”.

 

“Hemos pasado: vivimos cuarenta, cincuenta años argentinos y no dejamos nada que valga la pena recordar (más que un país en ruinas, su eterna calesita, sus reacciones pobres). Debe haber logros, pero no logro verlos; vale la pena discutirlo. Es cierto que en algunos aspectos la vida es más libre que hace 50 años. Pero muchas de esas libertades que no existían entonces —sexuales, sobre todo— llegaron de otras culturas y nos limitamos a adoptarlas, ni siquiera del todo: el aborto, por ejemplo, sigue siendo ilegal gracias a la sumisión de nuestras autoridades al autoritarismo sin autoridad de la iglesia católica. Y el resto de los cambios viene de técnicas que inventan los estadounidenses y los chinos fabrican”.

 

“Nosotros, mientras, la cagamos; es tan fácil saber que la cagamos. ¿Y qué se puede hacer cuando queda tan claro? ¿Mirar para otro lado, buscar a quién echarle culpas, negar todo, disimular o incluso convencernos de que la cosa no es tan grave? Ninguna de esas reacciones sirve para empezar a arreglar nada. Aunque, quizá, la idea de que los que la cagamos podamos arreglarla es otra forma de escaparnos. Quizá sea hora de que nos demos por vencidos —por nosotros mismos— y nos retiremos, dejemos el espacio a otros que, probablemente, lo puedan hacer aún peor. Pero es difícil: nadie se retira a los 60, a los nuevos 40 o 25 o 37 y medio”.

 

“¿Entonces? ¿Decidir que vamos a ser distintos, como se deciden cosas el día de fin de año, el día del cumpleaños? ¿Decidir que quizá no podamos ser distintos pero sí actuar distinto, buscar otras maneras? ¿Decidir que vale la pena dejar de lado estupideces y fanfarrias y hacerse cargo del desastre, sabiendo que construimos con barro, sabiendo que no se puede construir con barro si uno pretende que es cemento? ¿Aceptar que ya perdimos nuestra oportunidad, que si acaso, en esa construcción, ya serán otros los que lleven el ritmo, los que manden, pero aun así valdría la pena colaborar en lo posible? ¿Aceptar que deberíamos ayudar en una búsqueda cuyos resultados, si los hay, nunca vamos a ver?”

 

“Hay un país, lo reventamos. Negarlo es la manera más segura de seguir haciéndolo. Un país, pese a todo. Quizá valga la pena discutirlo, resignarse a pensarlo: reinventarlo”.

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